La trinidad invisible

Hay gustos irreconciliables, y está bien que así lo sean.

En ocasiones intentar juntar cosas que nos gustan tiene un resultado fantástico y ayuda a ampliar nuestros horizontes. Sirva como ejemplo uno de los ensayos comentados en el club del libro: «What I learned about investment from Darwin» (2023) de Prasad Pulak. En él Pulak junta dos de sus pasiones: la inversión y la evolución de las especies, consiguiendo una buena mezcla divulgativa —si se consideran las cosas en su magnitud y se valoran las analogías como vía para descubrir posibles características ocultas—.

Otras veces, especialmente en el ámbito académico, la mezcla acaba en cisma. Por ejemplo, al aplicar ese mismo concepto de evolución a casi todo lo que rodea al ser humano, como la cultura o las religiones. Algo que se puso de moda a finales del siglo XIX y durante el siglo XX con autores como James George Frazer y su «Rama dorada» (1890) donde postula una progresión natural de la magia a la religión con parada final en la ciencia. De esto podemos hablar otro día si interesa, pero sirve para introducir los elementos principales del menú de hoy.

Porque mientras Frazer veía en las religiones estadios primitivos destinados a ser superados por el progreso científico, otros pensadores comenzaron a intuir mayor profundidad. Según algunos, las expresiones religiosas no eran simplemente errores cognitivos o supersticiones destinadas al olvido, sino formas irreductibles de experiencia humana con su propia lógica interna y su propia validez. Lo cual desencadenó en una pregunta clave:¿Es posible comprender dichas experiencias, su lógica y validez? Hay quien dijo “sí”, como Mircea Eliade.

El analfabetismo voluntario

Pero la sociedad ha cambiado mucho en las últimas décadas. Y nuestro tiempo, pese a que paradójicamente se caracteriza tanto por el avance científico como por el resurgimiento de los fundamentalismos, es testigo de una forma peculiar de analfabetismo selectivo. Una incapacidad para decodificar el lenguaje religioso que impregna nuestra cultura, nuestro pensamiento y nuestras instituciones. Por eso hoy va a consumir su dosis mensual recomendada de inutilidades con la triada: mito, rito, símbolo.

Puede considerarse que este déficit no es meramente académico; sino existencial. Como observaba Mircea Eliade, «el hombre arreligioso moderno asume una nueva situación existencial: se reconoce como el único sujeto y agente de la historia, y rechaza toda llamada a la trascendencia.» Sin embargo, cualquiera sea el deseo de cada uno, rechazar la trascendencia no equivale a liberarse de sus influencias.

Imaginemos por un momento intentar comprender la literatura occidental sin conocer las referencias bíblicas, o analizar la filosofía moderna ignorando el sustrato cristiano que la alimenta. Sería como intentar leer una partitura sin conocer las notas: los símbolos estarían ahí, pero la música permanecería muda.

Además, los patrones míticos, las estructuras rituales y los sistemas simbólicos que dieron forma a las religiones históricas continúan operando en formas secularizadas, a menudo sin que seamos conscientes de ello. La comprensión de la religión no es, por tanto, una curiosidad de inutilitaristas, sino una potente herramienta que no deja de funcionar porque así lo deseemos.

Mircea Eliade representa quizás la figura más emblemática de esta comprensión: historiador de las religiones, novelista y filósofo. Eliade demostró que el estudio comparativo de las tradiciones sagradas no era un ejercicio de erudición anticuaria, sino una vía privilegiada para comprender las estructuras profundas de la consciencia humana. Su obra reveló que los grandes temas religiosos—el tiempo sagrado, el espacio sagrado, los ritos de paso—constituyen constantes antropológicas que trascienden las diferencias entre distintas culturas y tiempos.

A diferencia de los más conocidos Santo Tomás de Aquino o San Agustín, Eliade no buscaba demostrar la verdad de una tradición religiosa particular, sino cartografiar el territorio completo de lo sagrado. Si Tomás de Aquino construyó la catedral intelectual del cristianismo y Agustín articuló la síntesis entre platonismo y fe cristiana, Eliade se propuso algo más ambicioso y arriesgado: elaborar una fenomenología universal de la experiencia religiosa. Esto, claro, incluye estudiar pormenorizadamente la tríada mito, rito, símbolo.

¿Y por qué esa y no otra? Porque, como veremos, la religión no es simplemente un fenómeno cultural entre otros. También es la matriz generativa desde la cual emergen o se redefinen muchas de las categorías fundamentales mediante las cuales los seres humanos organizan su experiencia del mundo: el tiempo y el espacio, lo propio y lo ajeno, lo puro y lo impuro, el orden y el caos. Sin comprender estas matrices, nuestra comprensión del mundo no es completa.

El teorema de los tres pilares

Si tuviéramos que reducir la complejidad de toda expresión religiosa a una ecuación fundamental, de esas que tanto me gusta criticar, podríamos decir que Religión = Mito × Rito × Símbolo. Sorprende pero no, no todo suma (disculpe el chiste), sino que en este caso multiplica: cuando cualquiera de los tres elementos se reduce a cero, toda la estructura colapsa. Esta no es una observación moderna, sino un patrón que emerge al contemplar la historia religiosa de la humanidad como un todo.

Mircea Eliade, intuía esta relación cuando describía lo sagrado como una experiencia total que necesitaba expresarse simultáneamente en múltiples dimensiones. El mito proporciona el qué y el por qué, el rito ofrece el cuándo y el cómo, y el símbolo actúa como puente entre lo visible y lo invisible, entre el mundo profano y el sagrado.

El Mito: la partitura in illo tempore

Los mitos no son historias falsas que los antiguos creían verdaderas por ingenuidad. Son, más bien, revelaciones que trascienden la historicidad. Como escribía el mitólogo Joseph Campbell, los mitos son «claves públicas de la sabiduría de la vida», analogías que expresan verdades profundas sobre la condición humana y el cosmos. Revelan una dimensión de la realidad incomprensible por otras vías como la de la razón.

Tomemos el mito babilónico de la creación, el Enuma Elish. En superficie, narra cómo Marduk derrota a la diosa primordial Tiamat para crear el mundo. Pero en profundidad, articula una comprensión sofisticada sobre el orden emergiendo del caos, la necesidad del conflicto para la creación, y la legitimación del poder político a través de la cosmología. No es casualidad que este mito se recitara durante el festival de Año Nuevo: reactivaba ritualmente el momento creativo primordial.

Otros relatos universales muestran la misma lógica. No es sólo el diluvio universal lo que se repite en culturas distantes: también la intuición de que el hombre nace del desmembramiento de una figura divina o primordial. Así ocurre con Púrusha en la India védica, cuyo cuerpo desarticulado da origen a las castas de los hombres y al cosmos; con Dionisio, despedazado por los titanes en la mitología griega; o con la célebre costilla de Adán en el Génesis, que introduce la alteridad femenina en la creación. Todas estas narraciones, distintas en forma pero cercanas en estructura, nos hablan de una misma verdad: la vida surge del sacrificio, de la fractura que engendra novedad.

Los mitos funcionan como un software cultural: son programas que organizan la experiencia humana y proporcionan marcos de referencia para navegar la existencia. Pero más allá de su forma narrativa, revelan arquetipos: patrones primordiales que cumplen funciones múltiples y entrelazadas. Sirven como brújulas cósmicas que ofrecen cosmovisiones sobre el origen, el sentido y el lugar del ser humano; también son manuales éticos que orientan la conducta; o herramientas políticas que legitiman instituciones y poderes; y sirven, además, como espejos psicológicos en los que reconocer nuestras pulsiones, miedos y esperanzas.

Aquí puede que haya arqueado una ceja, porque yo le he ido contando mi gusto por la filosofía, y todos sabemos aquello de que la Filosofía empieza con la transición del mito al logos. Pero, siento desilusionar, eso es simplificar demasiado. El logos no cancela al mito, sino que lo reinterpreta y permite profundizar tanto en la parte racional como la irracional de la realidad.

El mito, al revelar nuevas dimensiones de la realidad, supone una ruptura con lo profano. Por ello, en cuanto a ruptura, no funciona totalmente en solitario para mostrar lo sagrado, pues se necesitan puentes para acercarse a ello. Además, cómo otras muchas facetas de la vida, este tipo de revelaciones necesita de repetición para su comprensión. Y su alcance es mucho mayor si las personas participan de ello, no sólo repitiendo las historias narradas sino viviéndolas.

El Rito: la gramática de lo sagrado

Si el mito es la partitura, el rito es la interpretación. Es el mecanismo que permite que las sociedades no solo escuchen la melodía, sino que la vivan en carne propia. Los ritos no son meras representaciones teatrales de mitos antiguos, sino la tecnología cultural para abrir un umbral entre lo profano y lo sagrado.

La analogía no es fortuita, pues la música suele acompañar en muchas ocasiones a los ritos. Y viceversa, ciertos conciertos y experiencias musicales tienen mucho de revelador y acercamiento a una parte de la realidad que es difícil, o imposible, explicar.

El antropólogo Victor Turner describió un esquema universal en los ritos: separación, liminalidad y reintegración. Primero, el individuo se aparta de su condición ordinaria; después, atraviesa un estado liminal, un “entre-mundos” donde abandona su naturaleza anterior y las reglas habituales se suspenden; para finalmente regresar transformado, reintegrado en una nueva identidad. Lo vemos en un rito de iniciación tribal, pero también en un matrimonio cristiano o en la graduación académica: en todos, se abandona un estado y se regresa con otro estatus.

Consideremos la eucaristía cristiana. En términos míticos, reactualiza el sacrificio de Cristo; simbólicamente, transforma pan y vino en cuerpo y sangre divinos; ritualmente, sigue una secuencia precisa que separa a los participantes del mundo profano, los introduce en un tiempo sagrado, y los reintegra renovados. La fuerza de este sacramento no reside en su racionalidad, sino en su capacidad de crear una experiencia total común que compromete cuerpo, mente y espíritu.

Los ritos también funcionan como mecanismos de cohesión social. Como observó Émile Durkheim, en el fervor compartido de la ceremonia se produce una “efervescencia colectiva” que fortalece los lazos del grupo. El rito, en suma, no solo conecta con lo sagrado: también organiza la vida social y renueva la pertenencia, impregnando casi todas las esferas de la vida.

Pero, de nuevo, no es suficiente en solitario, pese a dicha cohesión, es necesario también un lenguaje universal que esté disponible en todo momento.

El Símbolo: el lenguaje de lo inefable

Si el mito narra y el rito actualiza, el símbolo condensa. Un símbolo es aquello que se utiliza en lugar de otra cosa. Pero a nivel de lo sagrado, condensa, además, un lenguaje privilegiado para expresar lo que no cabe en palabras. Un buen símbolo actúa en múltiples niveles a la vez: lo sensible y lo espiritual, lo individual y lo colectivo, lo histórico y lo eterno, etc.

La cruz cristiana es quizá el ejemplo más conocido en Occidente. No se reduce a un recuerdo histórico del suplicio de Jesús; sino que ilustra los pilares básicos del cristianismo al sintetizar muchos significados. Es al mismo tiempo intersección de lo divino y lo humano, eje del cosmos (los cuatro puntos cardinales más el centro), paradoja donde la vida brota de la muerte y recordatorio del sacrificio. Su potencia no necesita explicación: actúa directamente sobre la conciencia y la memoria cultural.

El teólogo Paul Tillich profundizaba en esta distinción entre signo y símbolo. El signo remite a algo externo y permanece separado (como una señal de tráfico). El símbolo, en cambio, participa de la realidad que representa: el agua bautismal no solo recuerda la purificación, sino que la realiza en la experiencia de quien la recibe. O las alianzas de matrimonio, que no sólo se aceptan sino que se llevan encima tanto como dure el enlace.

El símbolo tiene además una riqueza única: su “densidad semántica”. Puede albergar significados incluso opuestos sin perder fuerza. El agua, por ejemplo, puede ser vida y fertilidad, pero también caos y destrucción. Esa ambivalencia no debilita al símbolo, lo engrandece: refleja la complejidad de lo humano, donde toda experiencia es múltiple y paradójica.

Por último, pero no por obvio menos importante, sirve como idioma universal para quienes comparten las mismas experiencias.

La función evolutiva de la trinidad

Desde una perspectiva antropológica, podemos preguntarnos: ¿Por qué todas las culturas desarrollaron independientemente esta estructura triádica? Y sí, recordará que correlación no indica causalidad, pero si especulamos, la respuesta probablemente resida en su función adaptativa.

Los mitos proporcionan mapas cognitivos que ayudan a navegar la complejidad existencial. Los ritos crean experiencias de cohesión social y transformación personal. Y los símbolos permiten la transmisión eficiente de información compleja a través de generaciones.

Juntos, constituyen un mecanismo cultural extraordinariamente robusto para la creación de significado, la regulación emocional, y la organización social. No es sorprendente que hayan persistido a través de milenios y culturas.

La persistencia

Curiosamente, la estructura mito-rito-símbolo no desaparece con la secularización; simplemente se desplaza. ¿No le parece que las ideologías políticas modernas siguen el mismo patrón?

  • Mito: Las grandes narrativas, ya sea sobre progreso, revolución, o destino nacional.
  • Rito: Manifestaciones, tradiciones populares, ceremonias cívicas o renovación de poder.
  • Símbolo: Banderas, himnos o iconografía partidaria.

Incluso el consumismo contemporáneo replica la estructura. Quizás le suene aquello de que ciertas marcas no venden zapatillas sino un estilo de vida, o que Steve Jobs no se prodigaba en detalles técnicos sino en subrayar el tipo de persona que podrías ser con su producto. Las marcas crean mitologías (narrativas sobre identidad y aspiración), rituales (experiencias de compra y uso), y símbolos (logos y productos como marcadores de estatus).

Seguro que ahora se le vienen unos cuantos a la cabeza. Incluso, como inversor, ha elegido empresas que manejan esto a las mil maravillas porque de ahí, muchas veces, viene esa rentabilidad extra. Y es posible que siga siendo así durante mucho tiempo. Pese a la menor presencia de las religiones en la esfera pública, mito, rito y símbolo no son elementos que pierdan validez. No son elementos separados que se combinan casualmente en las religiones; son dimensiones inseparables de una experiencia humana fundamental: la búsqueda de significado en un cosmos aparentemente indiferente. Su persistencia a través de culturas y milenios sugiere que responden a necesidades profundas de nuestra naturaleza.

Comprender esta trinidad no nos convierte en creyentes, pero sí en observadores más sofisticados de la condición humana. Y en un mundo que a menudo parece haber perdido sus coordenadas sagradas, quizás esta comprensión sea especialmente valiosa.

Como observaba el antropólogo Clifford Geertz, las religiones son sistemas culturales que proporcionan tanto un modelo de la realidad como un modelo para la realidad. En la intersección de mito, rito y símbolo, las sociedades humanas han encontrado históricamente tanto el mapa como la brújula para navegar el misterio de la existencia.

La ecuación permanece irreductible: donde hay humanidad, hay búsqueda de lo sagrado. Y donde hay búsqueda de lo sagrado, encontraremos siempre la danza eterna entre narración, ceremonia y significado.

Le puede sonar a mito, pero todo suma, incluso lo que parece dividir.

Comentarios Destacados

  1. Me ha recordado usted que tengo pendiente de leer desde quien sabe cuando un libro de Eliade que tengo en casa.

    Aunque tal vez el hecho de haber leído a Cioran a fondo, donde la religión constituye uno de los ejes centrales, me haya hecho sentir siempre cierta sensación que ya lo tenía, en cierta forma, convalidado.

    Quizás lo curioso del caso es que la forma de tratarlo de Cioran tiene mucho de visceral y poco de sistemática pero, tengo la sensación, que llega a unas reflexiones parecidas. Aquí un ensayo que dedicó a Eliade.

  2. A mi me ha pasado lo contrario, a Cioran lo he visto muy de soslayo mientras que con Eliade he profundizado por sus contenidos más didácticos.

    Pero me ha descubierto varias necesidades con su ensayo. Una de ellas, el volver a Eugenio d’Ors, al que menciona Cioran, y al que tengo pendiente por “la filosofía del hombre que trabaja y que juega”, que seguramente no tenga que ver con lo que busco, pero aportará muchas ideas. Quizás una o dos para debatir por aquí.

    Volviendo a Eliade, la razón por la que se utiliza más en el ámbito académico es porque lo hizo fácil. Sigue los pasos de Pettazzoni que fue el primero en ocupar una cátedra de “Historia de las Religiones” (nada más y nada menos que en Roma) algo que hasta entonces se limitaba al mundo de las ideas, y del que se puede encontrar bastante información si le interesa. Dentro de esa nueva intención, Eliade se muestra muy crítico con simplificaciones y generalizaciones, así que se centra en un método fenomenológico-comparativo. Esto, para el mundo académico es de gran ayuda, pero hace que su lectura no sea una experiencia del todo inmersiva, dentro de ser agradable.

    Creo que en su ensayo Cioran deja un par de párrafos que lo sintetizan bien cuando se refiere al corpus más teórico.

    Siempre ha amado la novela amplia, abundante, que se desarrolla en varios planos, que hace juego con la melodía “infinita”, la presencia masiva del tiempo, la acumulación de detalles y la abundancia de temas complejos y divergentes; en cambio ha rechazado todo lo que en las letras es ejercicio, los juegos anémicos y refinados que prefieren los estetas, el lado consuntivo, abiertamente descompuesto de ciertas producciones desprovistas de vigor y de instinto.

    Existen dos categorías de personas: las que gustan del proceso y las que prefieren el resultado; unas se interesan por el desarrollo, las etapas, las expresiones sucesivas del pensamiento o de la acción; las otras eligen la expresión final, con exclusión de todo lo demás.

    Encontrará eso en el libro que tiene en su biblioteca, que le ayudará (seguramente) a ordenar y catalogar ciertas ideas que ya ha desarrollado pero quizás de manera más desestructurada.

    La parte más estética, sensorial e irracional la cubren más otros autores como Cioran (o eso creo por lo poco que he leído de él) o Rudolf Otto, del que sí le puedo recomendar la lectura de Lo santo - Alianza Editorial

  3. Consideren a la biologia como causa de la religion.

    Recientemente conoci a una persona que previamente habia sido muy culta y ATEA.

    Acaba de desarrollar un tumor maligno en el lobulo frontal izq sin afectacion sensible ni motora , y actualmente se cree un “segundo Jesucristo”

  4. Efectivamente, la búsqueda de respuestas ante problemas que escapan de nuestro control. Muchas veces relacionados con la fragilidad del cuerpo humano, pero también con otras inquietudes y preocupaciones. Hay quienes hablan de una espiritualidad latente, o predisposición religiosa que sólo se activa ante la necesidad.

    Aunque también hay quienes defienden que el ser humano es religioso por naturaleza y tiende a llenar ese vacío existencial. No hace falta irse muy lejos para ver cómo el camino de Santiago es cada año un destino más y más popular para ateos y profesantes de otras religiones que simplemente aceptan el rito por esa capacidad de nexo. Ya sea con lo inefable externo o lo interno.

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